martes, 16 de octubre de 2007

La enseñanza de Carmen

En el rumbo donde vivíamos la convivencia entre vecinos era mucha y sobre todo las señoras se trataban con familiaridad. Había hipocresía, joder, pero cuando las doñas hablaban entre sí uno juraba que eran amigas de entraña. Mi madre tenía especial afecto por Carmen, a quien mi hermana y yo llamábamos Doña Carmen. Un hembra hermosa, de unos 28 ó 30 años, piel canela; a pesar de no tener una cara de modelo, su cuerpo era un poema.

Su marido era de otra provincia y de hecho trabajaba ahí. Así es que doña Carmen quedaba solita y su alma por lo menos cuatro días de la semana. Y como pocas obligaciones tenía, gustaba de perder el tiempo en mi casa, acompañando a mí madre que, joder, sí que tenía el mar de compromisos y pendientes. A mí me encantaba ver a doña Carmen. En plena edad de conocer las maravillas de mi polla, contemplaba embelesado a la vecina que siempre me saludaba con particular afecto, no por otra cosa sino por halagar a mi madre. “Beatriz, sí que tienes hijos hermosos”, decía en referencia a mi hermana y a mí. Y la verdad es que mi hermana es muy maja, bajita pero muy apetecible (cuidado, guarros, que ni la espío ni sueño con ella ni se me insinúa ni nos tocamos ni nada de ello); yo no soy un tipo mal hecho, aunque me gustaría tener más altura y un pico más de culo.

La presencia de Carmen ya era el pan nuestro en mi casa. Era raro llegar de la escuela y no toparme con ella, así es que había naturalidad en el saludo, los besos y las palabras de cortesía. La guapa mujer se movía en casa como si fuera la suya y con frecuencia vestía ligera de ropas, nada del otro mundo pero sí por ejemplo sin sujetador y con blusas pegadas al cuerpo que hacían destacar un par de tetas preciosas, medianas, paradas y de vez en vez con los pezones encendidos. Lo mismo la veíamos de pantaloncillos, dejando en evidencia un par de piernas hechas con torno. En esos años a ningún genio se le había ocurrido inventar las tangas de hilo, si no estoy seguro que la Carmen me hubiera deleitado con ellas.

Pero bueno, que la Carmen un buen día se va con el marido una temporada larga y queda al cuidado de mi madre entrar a la casa de los vecinos para alimentar a los peces y regar algunas plantas. Por supuesto, mi madre lo hizo dos o tres días, y los siguientes nos dio la tarea a mi hermana y a mí. Ella un día y yo al siguiente. No era trabajo duro, pero sí una jodida. Llegaba de la escuela y en automático acudía a casa de la Carmen a realizar la faena. Pensaba: “si ella estuviera aquí, no me importaría venir cinco veces al día y no sólo regar seis macetas, sino hasta lavar toda la casa”.

Un buen día llego a la casa y tomo la rutina. Recojo las llaves de la casa de doña Carmen y voy ahí. Abro, voy por el recipiente, lo lleno de agua y riego las plantas. Me dirijo a la pecera, recuerdo bien que con el agua ya turbia, y vierto el alimento especial. Miro los peces y en ello andaba cuando escucho ruido dentro de la casa. Me asusté ¿Y ahora? Quedo en silencio esperando oírlo de nuevo, hasta que ocurre. Acobardado, no sé si salir o dirigirme hacia donde se escucha el ruido. Avanzo y lo escucho otra vez. La curiosidad fue mayor que el miedo, así es que voy hacia la habitación de donde proviene el ruido. Moderado, pero ruido extraño al fin y al cabo. La puerta está entreabierta, y me asomo.

Aunque nada en particular esperaba ver, lo que encuentran mis ojos es a doña Carmen enrollada en una toalla blanca de baño, sentada frente a su espejo y cepillándose el cabello. Cuando ella me vio gritó como loca pero al reconocerme se calmó. “¿Quique, qué haces aquí?”, pregunta la maja mientras yo permanecía quieto, sin habla, contemplándola con evidente deleite. “Yo vine a regar las plantas, que mi madre me lo ha pedido. Desde hace días vengo a hacerlo y no sabía que ya había llegado. Escuché un ruido y por eso me asomé a ver qué era. No quería molestarle”.

Se veía muy sensual. Con el cabello aún mojado, peinándoselo y con la toalla blanca arrollada, dejando ver el nacimiento de los senos. Ni qué decir de las piernas. Pero me mataba notar las curvas de su cuerpo que se dibujaban por debajo de la toalla. ¿Y su cara? Les juro que era más sensual que nunca, sin maquillaje, al natural. Luego de mi respuesta empezó a reír. Me contestó algo así como que la disculpara pero que había llegado la noche anterior, muy tarde, y había quedado dormida hasta esa hora. Lo que hizo fue ducharse, hasta que aparecí yo frente a su espejo, provocándole un susto mayúsculo. Mientras hablaba notaba que se iba relajando. Mi respuesta, que no hacía falta, era que lo sentía mucho y no la molestaría más, pero nadie me había dicho que ya había llegado, por lo que hice las cosas como cada que me correspondía.

“Ya me voy, le entrego su llave”. Esto debo haberlo dicho con cara de perro apaleado, porque de inmediato se me acercó y me consoló. “Lo lamento, se me había olvidado y no tienes culpa de nada. Pero me asusté mucho y me has pillado sin ropa”. “Pero si no le he visto nada”, contesté y ella soltó a reír. “No me has visto en cueros, pero debajo no traigo nada, estoy saliendo de la ducha… Imagínate si no me hubiera puesto la toalla, me estarías viendo toda”. “Pues sí”.

Me abrazó de manera muy maternal y me dijo: “Ya estás grande, si fueras un niño no habría problema, pero ya eres un joven y muy guapo”. La abracé. Si ella se había tomado la confianza, yo también. Y me quedé ahí apretándola suavemente y sintiendo las formas de su cuerpo hermoso. Yo estaba un pelín más alto que ella, así es que me quedaba al tiro la posición y más cuando se me para la verga y Carmen se da cuenta. “¡Dios mío! Cómo andas, muchacho”, dijo y se rió un poco. Yo no dije nada. Seguí abrazado, muerto de pena con la vecina, pero disfrutando.

Me empuja levemente hacia atrás y baja la mirada directo a mi polla. “Estás caliente, ¿verdad?, pero si no te he hecho nada, apenas te he abrazado y ya”. Contesté: “sí, pero usted es muy bonita y mi cuerpo ha reaccionado así”. Ella: “¿Te parezco bonita?”. Yo: “Venga, por supuesto que sí, siempre me ha gustado mucho”.

Ella sonrió, me abrazó de nuevo y me besó. Yo la busqué su boca con la mía y la encontré. Un poco renuente, pero luego la abrió y accedió a mi intrusión. Para mi sorpresa en poco tiempo ella tomó la iniciativa y comenzó a respirar fuerte y a ponerle pasión al asunto. Me acariciaba el cuerpo, mis nalgas exiguas y yo me limité a hacer lo mismo. Paso que ella daba, paso que yo imitaba. Hasta que cedió la toalla y si no cayó es porque nuestros cuerpos estaban muy apretados.

Me jaló a la cama y nos sentamos, casi sin despegar los labios. Ella me desabotonó la camisa y casi me la arrancó. Bajo la mano al pantalón y sobó mi polla por encima. Yo le toqué los pechos por primera vez y estaba desesperado por vérselos, quería mirarlos y conocerlos. Fue tanto mi intento que se dio cuenta y de nuevo rió. “¿Quieres verme las tetas? Mira, Quique, míralas, tócalas... Dales un beso”. Obedecí. Las vi como diez segundos y las toqué… ¡qué sensación, tío! Tersas, duritas y a la vez suaves al tacto. Las areolas eran grandes y claras, y los pezones no estaban erguidos pero se veían divinos. Cuando me dijo dales un beso, lo que hice fue prenderme de una y luego de la otra, hasta que me dijo que le parara.

“¿Nunca has visto una mujer desnuda? Mira…”, dijo y se levantó mostrándome evidentemente orgullosa su cuerpo precioso, de piel tersa y ligeramente morena. Sus hombros, sus tetas, su abdomen casi plano, sus muslos y un matorral de pelos divino que ocultaba parcialmente la raja. Estaba mosqueadísimo y casi babeando. Mientras sonreía, se dio la media vuelta y vi su amplia espalda y sus nalgas. Qué culo; nalgas preciosas, sin un lunar ni imperfección alguna.

“Ven -me dijo- Bésame todo el cuerpo”. Se acostó en la cama boca arriba y me acerqué, al principio tímidamente, y comencé a besarla desde el cuello hasta la los dedos de los pies. Por supuesto, la escala mayor fue en la coño. Como no estaba acostado, metía la cabeza con torpeza y apenas de ladito la besaba. Estaba Carmen tan caliente que viró en la cama y se puso frente a mí; abrió las piernas y me pidió que le lamiera la raja. La vi de frente, la observé, acerqué mi cara, la acaricié, metí la punta de un dedo y noté que estaba súper mojada. “Bésame, Quique, bésala ya”. Y la besé. Separé con mis dedos sus labios y la pegué a mi boca para darle tantos besos como podía. “Lámela, méteme la lengua”. Y lo hice, a mi buen entender pues nunca había tenido un encuentro cercano de ese tipo. Lamía y chupaba. “A los lados, Quique, lame a los lados”. Correcto, a darle a los lados con una lengua también ávida de recorrer toda la cavidad. Dale y dale, sin parar, disfrutando sobre todo como a cada lenguazo se retorcía de placer y me pedía más. “Méteme los dedos, lámela y méteme los dedos”. A sus órdenes, usted manda. A estas alturas la vagina estaba totalmente inundada de saliva y sus jugos. Tenía un olor único que me excitaba más.

De pronto Carmen se estremece, arqueando la espalda, apretando las piernas, soltando un gritillo ahogado. “Para, para”. Al hacerlo ella se quedó inmóvil y segundos después me dijo que había tenido un orgasmo. Otra pausa y: “Quique, me haz hecho sentir una reina, he gozado tremendamente lo que me haz hecho. Lo haces rebién…”. Se incorporo de la cama, me dio un beso en la boca, una boca llena de flujos y saliva pero que no fue impedimento para ella. Se paró, me abrazo y me dijo cosas cariñosas. Tomo la toalla y se la anudo como estaba antes de todo.”Ya es tarde, mejor te vas a tu casa. Tu mama ya debe estar preguntando por ti”. Tome fuerzas, esperamos un momento a que se me bajara la hinchazón de la pinga, me puse la camisa, me lavé la cara y me marché.

Muchas, muchas veces más vi a doña Carmen en la casa. Jamás volvimos a tener un encuentro como aquel. Lo máximo que ocurrió fue una vez que estando ella en casa me tomo la mano y me dio un beso en la boca. Por supuesto, jamás hablamos de aquello. Quedó como un secreto entre ambos. Sólo deseo que ella recuerde tan bien como yo esa ocasión que para mi será especial, muy especial, pues me volví esclavo de las mamadas de raja. Lo he repetido muchas veces y lo hago siempre en honor a doña Carmen, quien me enseñó a ello.

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