martes, 16 de octubre de 2007

Olvido en la ducha

Me llamo Ahab. Tengo 39 años y un carácter más bien solitario, pero sólo como contrapunto a la intensa vida de relación que implica mi trabajo. Soy representante de material para quirófano, principalmente suministro a hospitales públicos. Mi zona de actuación es el Oeste de España, Extremadura. Allí conocí a Celsa, jefa de compras de un hospital. Es una mujer de 35 años, una belleza rotunda y con curvas, tal vez no de las actualmente de moda. Es una persona culta, de fácil trato y risa pronta. Hemos comido varias veces juntos, paseado por la ciudad, y nuestra relación ya excede lo profesional.

Hace unas semanas, en un viaje de rutina para visitar los clientes extremeños, tuve un problema con la reserva del hotel. Llamé a Celsa para ver si podía hacer algo, pues ella es una persona bien relacionada y dispuesta a ayudar. Pero a pesar de eso, no pudo encontrarme nada cerca de mi área de trabajo, y tras dudarlo un poco, me ofreció generosa su casa. "Mira -me dijo- quedamos, te dejo las llaves y vuelvo a mi trabajo, hasta la noche. Tu apáñate como puedas". Se presentó con su blusa y una falda que dejaba ver parte de sus torneadas piernas, elegante y perfumada, me dio un beso, las llaves y con una sonrisa me despidió. Yo marché hacia su casa, que aún no conocía. En un bloque moderno, cercano a un parque, Celsa tenía un pequeño pero lujoso apartamento; dormitorio, cocina y un cuarto de baño unido por un corredor al amplio salón y al dormitorio. Curioseé entre el perfecto orden y buen gusto de Celsa, su dormitorio de tonos claros con una gran cama, el salón con una pequeña terraza y equipado a la última en cuanto a sonido e imagen. Como era pronto para cenar, me fui a hacer un poco de deporte al parque. He sido boxeador aficionado y me gusta conservar la forma.

Tras una hora y media de ejercicio en el atardecer algo cálido -era mayo- volví al apartamento. No esperaba encontrar a Celsa. Estaba en el salón, en el sofá, conectada con su portátil en las piernas, recién duchada, fragante y con un albornoz rosa. Se me ocurrió que tal vez era una buena idea corresponder a su generosidad invitándola a cenar. Me senté en la butaca de enfrente y se lo propuse. Accedió encantada y le dije que buscara un sitio en las bellas afueras de su ciudad. Sus pies descalzos atrajeron mi atención. Eran regulares, con unos dedos pequeños y preciosos. Las piernas, recién depiladas, asomaban hasta sus rodillas. Tenía su largo pelo castaño aún apelmazado por el agua. La verdad es que me excitó un poco contemplarla así, pues a pesar de nuestra amistad, no la conocía hasta ese punto de intimidad. Un poco nervioso, le pedí permiso para utilizar la ducha antes de la cena "Pues claro, yo acabo de hacerlo, como ves, dúchate y salimos. Utiliza las toallas del baño, no deshagas tu maleta" Me dijo con su habitual sonrisa y su mirada se posó en mi con cierta demora. Esa mirada me inquietó dulcemente, e inconscientemente comprendí que empezaba a desearla. Entre el baño y corrí el pestillo. Empecé a desnudarme, el ambiente era cálido, aún se conservaba el vaho en el espejo y sobre todo, el intenso perfume de Celsa en el ambiente.

Mi excitación aumentó con su aroma, que no sólo lo componía el perfume, sino cierta toque de olor femenino que me es difícil de explicar. Comenzó a despertarse mi sexo, sobre todo al liberarme de los pantalones. Ya desnudo, no había aún entrado en la ducha cuando un pequeño trozó de tela de encaje estaba en el suelo llamó mi atención. Era el tanga de Celsa, que había olvidado tras su ducha. Lo acerqué a mi nariz y aspiré. Aspiré la condensación de Celsa que encerraba, mucho más potente que el ambiente del baño. Ahora si que me excité. Mi sexo superó la horizontal, oleadas de sangre lo regaban. Instintivamente -aunque comprendí que era un gesto en vano- descorrí el pestillo y entré en la ducha. La esponja, sustituto de las manos de Celsa, recorrían mis muslos, mi pecho, la espalda, las nalgas, mi sexo. Mi excitación fue en aumento Mientras tanto, Celsa, empezaba a masajear sus piernas, algo irritadas por la depilación. Ese masaje le era particularmente grato -tal vez más grato con un hombre en la ducha-.

Sus manos recorrían las piernas desde el tobillo hasta sus muslos, lenta y sensualmente. La música de fondo -era composición ambiental y tenue, lenta -se amortiguaba por el correr de la ducha- Celsa se complacía en su automasaje, cada vez más amplio. La ducha corría. Quiso aumentar su bienestar con la aplicación de una crema suavizante, que guardaba en su tocador. O eso creía, pues cuando llegó a él cayó en la cuenta de que estaba en el baño. Dudo un poco, pero! era tan dulce el masaje!. Avanzó por el pasillo, sus muslos se rozaban y ella provocaba ese roce juntando sus piernas. Yo oí sus pasos y ardí de deseo. Llegó al baño y tocó con los nudillos.

- “Puedo, Ahab, me he dejado mi crema suavizante dentro. Alcánzamela, está por la ducha”.

Efectivamente, la crema estaba en el borde de la bañera, tras la mampara. Pero yo me hice el distraído, y dando el tono más natural a mi voz que pude, le dije que no la veía. Celsa abrió la puerta y penetró en el vaho que provocaba el agua caliente, denso y tibio, pero no tanto como para no dejar traslucir mi cuerpo tras los cristales de la mampara. Me perdonarán si falto a la modestia diciendo que está muy bien hecho y mejor conservado. Amplio pecho, anchas espaladas, firmes muslos y unas nalgas apretadas y varoniles. Celsa lo advirtió y ya bastante excitada, avanzó hacia la ducha. Yo tenía una erección formidable. Antes de que corriese el cristal, avergonzado de que pudiera descubrirla, me di la vuelta y mostré mi espalada antes de que abriese. Lo hizo. Se inclinó para coger la crema, muy visible. Mis nalgas estaban a centímetros de su cara y yo lo presentía. Celsa pretextó no ver aún la crema. Sabía que le estaba gustando mi espalda enjabonada, con el agua escurriendo por mi trasero. Decidí jugármela, volverme y mostrarle hasta que punto la deseaba. Así lo hice, entonces ví a Celsa inclinada, cerca de mi sexo, sus gruesos labios entreabiertos. El albornoz, en esa postura, permitía ver parte de sus abundantes senos de pezones rosados que empezaban a endurecerse. Se irguió y se quedo mirando, sin una expresión clara, pero visiblemente excitada.

Lentamente te desanudó el albornoz, sin quitárselo, pero enseñando ya su vientre y su sexo. Yo enloquecí, pero procuré dominarme y, extendiendo el brazo, le aparté de los hombros su única prenda, que cayó pesadamente. !Dios mío! No me la imaginaba tan sexy. Pechos grandes pero no excesivos, suaves pezones rebeldes, una cintura abarcable e insólitamente delgada, el ligero abultamiento del vientre, las caderas rotundas, su sexo excitado. Tomé el control de mí y la invité a tomar una segunda ducha. Entró en la bañera y nos miramos cogidos de la mano. El abrazo se presentía. La acerqué agarrándola por sus rotundas nalgas, donde se hundían mis dedos, y sentí en mi bajo pecho la dureza y calidez de sus senos, mientras mi sexo se apoyaba en su vientre, empujado por su voluptuosidad. Esto debió sentirlo profundamente, pues busco mis labios y nuestras lenguas se enredaron frenéticamente. Se había liberado un deseo compartido y se anunciaba el placer y la entrega. Es erótica la ducha, pero un tanto incómoda para el universo de placeres que se dibujaron en mi imaginación. Le susurré que fuésemos a su habitación. Salimos de baño entrelazos, pero en la puerta yo me solté y le invité a ir delante de mi, para contemplar y regocijarme en el regalo de su cuerpo. Así lo hizo, y avanzó por el corredor hacía su cuarto. !Qué placer sólo con verla! Sintiéndose deseada, agitaba con su paso sus caderas. Firmes nalgas, el largo pelo mojado por su espalada, el paso sensual, el adivinarse del bailar de sus pechos libres y turgentes. Me estallaba el sexo, loco de deseo por ella.

Al llegar a su habitación, se retuvo en la puerta, y llevado por la inercia del paso excitado, choqué con su espalda. Mi amor por ella, durísimo, se apoyó en su redondo trasero. Ella se combó hacía atrás, pera sentirlo más cerca, y alzó su brazo hacia mi nuca, por detrás de los hombros. Noté que ardía de deseo de ser penetrada, por la agitación de sus curvas, y me lancé con ambas manos a sus pechos, atrapándolos en una fuerte caricia, mientras mi boca besaba y mordisqueaba su cuello. Una de mis manos bajo por su abdomen hasta su sexo, para comprobar su húmeda excitación, y en ese momento una convulsión derramó sus primeros jugos. Le pedí saciarme en ellos, me susurró que adivinaba sus deseos, y se sentó en el borde de la cama, recostándose sobre sus codos. Le tome el pie, besando sus dedos que tanto me habían atraído, los chupe goloso, y baje por su pantorrilla, la seda interior de sus muslos, hasta su miel, que lamí con ansiedad. Ella se abandonó, retorciéndose y gimiendo de placer. Mis dedos exploraron su húmeda cueva y mi boca busco entré su musgo la golosina de su clítoris. Pedía con furia ser penetrada. Le dije que tenía que hacerlo, pero que antes homenajease ella también a mi ariete, venoso y ardiente por su feminidad, e incorporándose, generosa, lo acercó a su tibia mejilla y allí lo acarició.

Buscó la punta con los labios, se deleitó con mi sabor a hombre, su lengua cosquilleaba mi glande a punto de estallar, y que decir cuando lo hundió en su cálida boca, profundamente, mientras mis manos tomaban sus cabellos para acompasar su placer. Cerré los ojos para contener mi éxtasis y, saliendo de su boca, giré sus tobillos dentro de la cama para poseerla. Me sorprendió que se volviese de espaladas y me ofreciese sus cuartos traseros, su bonita y húmeda concha, mientras apoyaba la cabeza en la almohada. Dijo con voz ahogada “así, tómame así”. Obedecí a sus deseos e introduje mi sexo completamente, pues sabía que demorarse con tibiezas podía arruinar nuestra comunión y empecé a arremeter duro, mientras la cama gemía, la música era más sensual, y nuestros gritos de placer lo anulaban todo. Me derramé largo, frenético en ella, coincidiendo nuestros goces y caímos uno al lado del otro. Nos abrazamos tiernamente y quedamos dormidos así. A la mañana siguiente había una nota. Decía :” No hemos ido a cenar. Tienes lago para comer en la nevera y café hecho. No vuelvas a llamarme. Deja las llaves al portero”.

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